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El asombro como pasaporte hacia lo inesperado

Creado el: 10 de agosto de 2025

Lleva el asombro como un pasaporte; abre puertas inesperadas. — Pico Iyer
Lleva el asombro como un pasaporte; abre puertas inesperadas. — Pico Iyer

Lleva el asombro como un pasaporte; abre puertas inesperadas. — Pico Iyer

Un pasaporte sin fronteras

Pico Iyer condensa en una imagen poderosa una disciplina mental: el asombro como documento de viaje. No libera aduanas externas, pero sí desbloquea la disposición interior que transforma cualquier umbral en posibilidad. En The Art of Stillness (2014), Iyer sostiene que la movilidad sin atención es ruido; lo que abre puertas es una mirada que se deja sorprender. Del mismo modo, en The Global Soul (2000) explora cómo la identidad se amplía cuando renunciamos a la superioridad del saber y aceptamos el mundo como inédito. Así, el asombro deja de ser emoción pasajera para convertirse en credencial: legitima el acceso a conversaciones, paisajes y comprensiones que la prisa o el cinismo pasarían por alto. Desde aquí, conviene preguntar qué respalda esta intuición más allá de la metáfora.

Mente abierta, puertas abiertas

La psicología reciente ofrece una clave. Dacher Keltner, en Awe: The New Science of Everyday Wonder (2023), muestra que el asombro reduce el ensimismamiento, aumenta la curiosidad y favorece conductas prosociales. En ese estado, la mente se vuelve más receptiva a aprendizajes y colaboraciones, rasgos que, de modo literal, abren puertas sociales. A la vez, la teoría broaden-and-build de Barbara Fredrickson (2001) sostiene que las emociones positivas amplían el repertorio de pensamiento y acción, creando recursos duraderos. El asombro, entonces, expande marcos mentales y redes de apoyo, habilitando encuentro e innovación. Con este sustento, pasemos del laboratorio a la calle: ¿cómo se manifiesta esa apertura en el contacto humano cotidiano?

El asombro desarma al otro

En la práctica, el asombro se reconoce por la pregunta genuina. Quien llega con curiosidad y no con veredictos suele encontrar hospitalidad. Iyer narra en A Beginner’s Guide to Japan (2019) cómo no saber abre las conversaciones correctas: una inclinación de cabeza, un pedido de explicación y, de pronto, la invitación a entrar a un taller, a una casa de té o a un rito de barrio. No es magia; es señal social. La curiosidad comunica respeto y voluntad de aprendizaje, baja defensas y activa la reciprocidad. Así, las puertas que se abren no son solo físicas; también simbólicas: marcos culturales, historias locales, saberes compartidos. Desde esa convivencia germina, además, una segunda apertura: la creativa.

La serendipia como método

Louis Pasteur lo resumió bien: la casualidad favorece a la mente preparada. La serendipia, explican Merton y Barber en The Travels and Adventures of Serendipity (2004), es el hallazgo afortunado cuando la atención está calibrada para reconocer lo imprevisto. El asombro funciona como esa calibración: amplía el foco, detecta patrones raros y transforma anomalías en oportunidades. Por eso, quien viaja con asombro encuentra mentores, ideas y proyectos donde otros ven ruido. Un desvío de ruta ofrece una conversación decisiva; una pequeña rareza en un mercado inspira una solución de diseño. Para que esto ocurra no basta desearlo; conviene practicarlo.

Cómo llevarlo en el bolsillo

El asombro se entrena con hábitos sencillos. Ralentizar, mirar arriba, anotar lo que sorprende y formular preguntas que empiezan por por qué o cómo. La mente de principiante de la tradición zen, difundida por Shunryu Suzuki en Zen Mind, Beginner’s Mind (1970), recomienda suspender juicios y ver como si fuera la primera vez. Iyer, en The Art of Stillness (2014), sugiere microretiros cotidianos: espacios de quietud que desintoxican la atención y afinan la percepción. También ayuda una higiene digital básica: paseos sin pantalla, modo avión en trayectos breves, silencio deliberado antes de opinar. Con estos apoyos, el asombro gana continuidad; falta, sin embargo, un criterio para no confundirlo con exotismo.

Ética del asombro

Asombrarse no implica convertir al otro en espectáculo. Mary Louise Pratt, en Imperial Eyes (1992), advierte sobre la mirada colonial que consume diferencias sin responsabilizarse de ellas. El asombro ético escucha antes de interpretar, pide permiso antes de fotografiar, retribuye con tiempo, cuidado o dinero, y reconoce asimetrías de poder. No todo está para ser descubierto; algunas puertas solo se abren desde dentro y a su ritmo. Esta humildad no enfría la curiosidad; la depura. Y prepara la última lección de Iyer: las puertas más inesperadas también se abren en lo cotidiano.

Puertas interiores y regreso renovado

El asombro no exige pasaporte estatal; florece en la esquina de siempre si se llega con ojos nuevos. Marcel Proust (1913) apuntó que el verdadero viaje consiste en adquirir esa mirada. Annie Dillard, en Pilgrim at Tinker Creek (1974), convirtió un arroyo cercano en universo de descubrimientos. De igual modo, quien vuelve de un viaje transforma su barrio en territorio inédito: escucha otras cadencias, repara en luces, advierte que los vecinos guardan historias. Así, el círculo se cierra: llevar el asombro como pasaporte multiplica puertas porque convierte el mundo en anfitrión y a nosotros en aprendices permanentes. Ese es el sello que importa.