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Arriesgar el deleite en un mundo feroz

Creado el: 10 de agosto de 2025

Debemos arriesgarnos al deleite. Debemos tener la obstinación de aceptar nuestra alegría. — Jack Gil
Debemos arriesgarnos al deleite. Debemos tener la obstinación de aceptar nuestra alegría. — Jack Gilbert

Debemos arriesgarnos al deleite. Debemos tener la obstinación de aceptar nuestra alegría. — Jack Gilbert

Una invitación a la valentía del gozo

Desde el primer verso, Gilbert formula una ética del júbilo: “Debemos arriesgarnos al deleite…”. En “A Brief for the Defense” (2005), dentro de Refusing Heaven, insiste en aceptar la alegría “en el fiero horno de este mundo”. Al llamarlo riesgo, desplaza el gozo del terreno de lo trivial al del coraje. No se trata de ceguera ante el sufrimiento, sino de rehusar que el dolor agote nuestra capacidad de asombro. Así, la “obstinación” deja de ser vicio para volverse disciplina: una práctica de mantenerse abierto cuando el cinismo ofrece refugio.

Del acto privado al gesto ético

A partir de ahí, la alegría deja de ser mero capricho y se vuelve compromiso. Decir sí al deleite no cancela la compasión; la alimenta. Audre Lorde, en “Uses of the Erotic” (1978), describió esa energía vital como fuente de poder y responsabilidad. Del mismo modo, el argumento de Gilbert propone que la claridad que nace del gozo sostiene la acción solidaria mejor que la amargura. La alegría obstinada no es evasión, sino combustible: permite cuidar sin quemarnos, perseverar sin endurecernos, y mirar el mundo de frente sin perder la ternura.

Eudaimonía y ciencia del bienestar

En diálogo con esa intuición, Aristóteles vinculó la eudaimonía con una vida buena, no con un placer fugaz (Ética a Nicómaco). La psicología moderna afina el matiz: Barbara Fredrickson mostró que las emociones positivas ensanchan la atención y construyen recursos internos (teoría broaden-and-build, 2001), mientras Fred Bryant estudió el “saboreo” como arte de prolongar el disfrute (2003). A su vez, Sonja Lyubomirsky (2007) halló que pequeñas prácticas de gratitud y atención elevan el bienestar sostenido. Así, aceptar la alegría no es ingenuidad; es estrategia lúcida para cultivar fortaleza, creatividad y vínculos.

La culpa ante el dolor del mundo

Sin embargo, muchos desconfiamos del deleite por culpa: ¿cómo alegrarse cuando otros sufren? Viktor Frankl, en El hombre en busca de sentido (1946), relata cómo breves destellos de belleza —un cielo, un trozo de pan— mantenían la dignidad en el desastre. Su testimonio sugiere que la alegría no traiciona el duelo; ayuda a sostenerlo. En la estela de Gilbert, aceptar la dicha no niega la injusticia, sino que impide que la injusticia lo niegue todo. La compasión madura aprende a llorar sin renunciar a la luz que aún puede guiar el camino.

Obstinación práctica: rituales de deleite

Por eso, la obstinación se entrena. Pequeños ritos —anotar tres hallazgos cotidianos, caminar sin auriculares, nombrar en voz alta algo bello— crean memoria de gozo. Ross Gay, en The Book of Delights (2019), modela esa gimnasia de la atención que transforma migas en pan. Mientras tanto, límites sanos —pausas del doomscrolling, silencios compartidos, hospitalidad con amigos— resguardan el espacio donde puede brotar la alegría. Importa también el equilibrio: sin negar la tristeza, la integramos. Así la práctica no edulcora la realidad; la ensancha, hasta que quepa en ella una esperanza trabajada.

El arte como prueba de posibilidad

Finalmente, la poesía confirma la tesis: Pablo Neruda, en Odas elementales (1954), consagró el tomate y la cebolla como si fueran milagros civiles; Borges, en “Los dones” (1961), agradeció la tarde, los mapas, el pan. Esos cantos no ignoran la sombra; la atraviesan con alabanza. Su ejemplo ilumina a Gilbert: arriesgarse al deleite es aceptar que el mundo, aun feroz, sigue siendo decible en clave de gratitud. Y al decirlo, lo hacemos más habitable. La alegría, entonces, no es premio final, sino tarea diaria: una forma de atención que nos humaniza en medio del horno.