Lleva tu luz, no esperes permiso ajeno
Creado el: 10 de agosto de 2025

Lleva la luz que encuentres; no esperes a que alguien te la dé. — Toni Morrison
Un mandato de autonomía
El imperativo de “llevar la luz que encuentres” desplaza la expectativa de salvación externa hacia la responsabilidad íntima. No promete resplandores grandilocuentes: propone encender lo que haya, por pequeño que parezca, y avanzar. En la voz de Toni Morrison, esta luz no es solo esperanza; es criterio, imaginación y coraje para actuar aun cuando otros duden. Así, el foco pasa de la espera a la iniciativa, de la carencia al recurso, de la pasividad a la práctica. Esta reorientación abre un camino narrativo: si la luz proviene de la experiencia y del lenguaje que la nombra, entonces puede multiplicarse. Desde aquí, la literatura se vuelve un lugar privilegiado para comprender cómo la claridad se fabrica en medio de la oscuridad, y cómo ese gesto íntimo puede irradiar hacia los demás.
La literatura como linterna ética
A partir de esa premisa, la obra de Morrison ilumina lo que la historia intentó ocultar. Beloved (1987) muestra cómo recordar lo indecible puede alumbrar grietas de humanidad en un presente herido: la memoria, aunque doliente, es lámpara que orienta decisiones. El lenguaje, entonces, no solo describe: produce luz, porque bautiza lo negado y permite imaginar otros vínculos. De este modo, la frase invita a una ética narrativa: contar y contarse con verdad es llevar luz. Y si la ficción puede abrir camino, también lo han hecho vidas reales; por eso conviene mirar cómo, a lo largo de los siglos, personas sin privilegios institucionales encendieron claridad para sí y para su comunidad, inaugurando rutas que la mera espera nunca habría traído.
Ecos históricos de la autoeducación
En esa línea, Frederick Douglass narra cómo aprender a leer fue su primer faro de libertad (Narrative of the Life..., 1845): no aguardó maestros benévolos; convirtió restos de alfabetos en brújula emancipadora. Del mismo modo, Sor Juana Inés de la Cruz defendió su derecho a estudiar en la Respuesta a Sor Filotea (1691), tejiendo su propia lámpara en un claustro que la quería a oscuras. Ambos casos muestran que llevar la luz es, ante todo, un acto de formación de criterio. La historia sugiere, entonces, que la clarividencia nace del trabajo riguroso con lo disponible. Este hilo nos conduce a la psicología contemporánea, donde la capacidad de encenderse por dentro —y no ceder al fatalismo— ha sido estudiada con precisión.
La psicología de encenderse por dentro
La investigación sobre indefensión aprendida (Seligman, 1975) advierte cómo la repetición de fracasos puede apagar la iniciativa; frente a ello, el locus de control interno (Rotter, 1966) y la autoeficacia (Bandura, 1977) describen el músculo psicológico de creer que la acción propia incide en el resultado. Encender la luz, en términos clínicos, es cultivar esas expectativas de agencia mediante metas alcanzables, retroalimentación honesta y memoria de logros. Lejos del optimismo vacío, se trata de acumular evidencia de que actuar importa. Ahora bien, si esa luz se queda en lo privado, su potencia se reduce; por eso el siguiente paso es orientarla hacia lo común, donde el brillo compartido corrige puntos ciegos y fortalece la marcha colectiva.
De la luz personal a la común
Paulo Freire propone que la concientización convierte la experiencia en praxis transformadora (Pedagogía del oprimido, 1968): la comprensión crítica es luz que se vuelve acción en y con la comunidad. Así, llevar la propia claridad no es exhibir un foco individual, sino encender faros que otros puedan usar. Las redes de apoyo mutuo funcionan como espejos y lentes, amplificando destellos dispersos hasta volverlos camino. Además, la luz compartida corrige sesgos: donde uno ve salida, otro advierte riesgo; juntos ajustan el rumbo. Para que esto no quede en abstracción, conviene traducir la consigna en gestos concretos, pequeños y repetibles, que materialicen la luz en prácticas cotidianas capaces de resistir la inercia y el desaliento.
Prácticas que prenden luces cotidianas
Algunas llamas modestas: documentar un proceso y dejarlo accesible; ofrecer mentoría a quien empieza; crear espacios seguros para preguntar; traducir información vital; nombrar una injusticia con datos y respeto. Un ejemplo sencillo: en un centro de salud, una enfermera diseñó guías visuales bilingües y las puso en la sala de espera; no pidió permiso para ser útil, encendió claridad con lo que tenía. De modo similar, un equipo que revisa errores sin culpas transforma tropiezos en lámparas de aprendizaje. La clave es la repetición: la luz constante gana a la intermitente. Y, aun así, queda una advertencia necesaria: no confundir luminosidad con negación del dolor, porque la esperanza que perdura no borra sombras; las reconoce y, por eso, orienta mejor.
Esperanza sobria, sin negar la sombra
Viktor Frankl sostuvo que el sentido permite atravesar la adversidad sin idealizarla (El hombre en busca de sentido, 1946): esa es una esperanza sobria, capaz de mirar el sufrimiento y decidir un para qué. En sintonía, la luz de Morrison no es una lámpara halógena que encandila la realidad, sino una vela insistente que deja ver el siguiente paso. No sustituye políticas ni justicia, pero prepara la acción y la sostiene en el tiempo. Así, el círculo se cierra: llevar la luz que encuentres implica cultivar agencia, narrar con verdad, aprender en común y actuar con paciencia. Solo entonces, sin esperar dádivas, la claridad que encendemos se vuelve camino para otros y, por contagio, para todos.