En la guerra mueren cuerpos, ideas y futuros
Creado el: 10 de agosto de 2025

No solo los vivos perecen en la guerra. — Isaac Asimov
Una advertencia más amplia
La sentencia de Asimov desplaza el foco del campo de batalla hacia las esferas menos visibles donde también se consuma la pérdida. Al sugerir que no solo los vivos perecen, nos invita a reconocer que la guerra extingue proyectos, sofoca lenguajes, desarticula instituciones y adelgaza el horizonte de lo posible. Así, la muerte se vuelve múltiple: afecta tanto a quienes caen como a lo que les daba sentido. Por eso, antes de contar cuerpos, conviene contar ausencias: las de la confianza, el diálogo, la curiosidad y la convivencia. Esa cartografía del daño nos prepara para comprender por qué, una vez concluidos los combates, persisten silencios que encogen a las sociedades durante décadas.
La verdad como primera baja
De inmediato emerge la dimensión informativa: la conocida sentencia de Hiram Johnson (1917) —“la verdad es la primera baja”— anticipa que la guerra deforma el lenguaje y confunde los hechos. Thucídides, en su Historia de la guerra del Peloponeso (c. 400 a. C.), ya observaba que en la stasis de Córcira las palabras cambiaron de sentido para encubrir la violencia. Así, la propaganda no solo engaña: erosiona la confianza cívica que sostiene el debate democrático. Cuando nadie cree en nadie, el tejido común se deshace y, con él, perecen los acuerdos que orientaban la vida colectiva.
Cultura y patrimonio en llamas
A continuación, la cultura —esa memoria extendida— también es blanco. La quema de la Biblioteca de Sarajevo en la Vijecnica (1992) consumió cerca de dos millones de volúmenes; el saqueo del Museo Nacional de Irak (2003) y la destrucción de templos en Palmira (2015) mostraron que, en la guerra, se intenta borrar no solo a un pueblo, sino su relato compartido. Cuando arden archivos y museos, mueren futuras lecturas, potenciales hallazgos y voces que aún no habían sido escuchadas. La guerra, entonces, clausura conversaciones que podrían haber reconciliado a los vivos.
Heridas que atraviesan generaciones
Asimismo, el daño psicológico no se agota en los sobrevivientes. La investigación clínica ha documentado legados transgeneracionales del trauma; Yael Danieli, en International Handbook of Multigenerational Legacies of Trauma (1998), detalla cómo el duelo no ritualizado y el silencio forzado modelan conductas y expectativas en hijos y nietos. A ello se suma la “lesión moral”, cuando personas deben actuar contra sus valores para sobrevivir. Estas cicatrices invisibles moldean escuelas, barrios y trabajos. Así, la guerra perdura en reacciones desmedidas al ruido, en desconfianzas crónicas y en la dificultad para imaginar futuros compartidos.
La naturaleza como víctima silenciosa
Por otra parte, los ecosistemas también perecen. Los incendios de pozos petroleros en Kuwait (1991) ennegrecieron cielos y suelos; el uso de defoliantes como el Agente Naranja en Vietnam dejó secuelas ecológicas y sanitarias; informes del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (2009) describen cómo minas y municiones contaminan acuíferos durante décadas. Cuando se envenena el agua o se fragmentan bosques, desaparecen servicios ambientales de los que dependen comunidades enteras. Así, incluso después del alto el fuego, la naturaleza continúa pagando una guerra que ya no suena.
Economías truncadas y aulas vacías
Además, la guerra pulveriza capital humano. Interrumpe años escolares, expulsa docentes y obliga a niños a trabajar. UNICEF (2018) documentó millones de menores sirios fuera del aula, con pérdidas de aprendizaje que se traducen en salarios futuros más bajos y menor participación cívica. La llamada “Generación Perdida” tras la Primera Guerra Mundial ilustra cómo la merma educativa y sanitaria permea décadas de productividad. Cuando la escuela se vacía, también se vacía el porvenir: perecen innovaciones no gestadas, empresas no fundadas y cuidados no brindados.
Memoria contra la segunda muerte
Finalmente, queda la tarea de impedir la “segunda muerte”: el olvido. Elie Wiesel advirtió que olvidar a las víctimas equivale a matarlas por segunda vez. Por eso, comisiones como la de Verdad y Reconciliación de Sudáfrica (1996) o políticas de memoria —como la Ley de Memoria Histórica en España (2007)— buscan reparar, narrar y prevenir. Recordar no deshace lo ocurrido, pero reabre el futuro: al nombrar los daños —los visibles y los que Asimov nos insta a ver— se establecen garantías y consensos que, con suerte, evitan nuevas muertes de personas, palabras y posibilidades.