Curiosidad: un faro para noches desconocidas
Creado el: 12 de agosto de 2025

Mantén encendido un pequeño faro de curiosidad; te guiará a través de noches desconocidas. — Haruki Murakami
Una metáfora de orientación interior
Para empezar, la imagen del faro sugiere una luz modesta pero constante: no deslumbra, orienta. Así opera la curiosidad cuando el camino es incierto; no entrega mapas completos, pero sí el siguiente punto de referencia. En “noches desconocidas” —metáfora de la ambigüedad vital— la curiosidad no es un capricho, sino un sistema de navegación: transforma el miedo en preguntas manejables y convierte la inmovilidad en avance prudente. En lugar de prometer certezas, mantiene viva la disposición a explorar, y en esa perseverancia radica su poder.
Murakami y la noche como territorio narrativo
Desde ahí, Murakami convierte la noche en geografía emocional donde la curiosidad abre puertas discretas. En “Después del anochecer” (2004), personajes que vagan por Tokio son guiados por indicios mínimos —un café abierto, una mirada— como si siguieran un faro íntimo. A su vez, “Kafka en la orilla” (2002) muestra cómo preguntas aparentemente frágiles sostienen travesías profundas. Murakami sugiere que la orientación no proviene de grandes revelaciones, sino de prestar atención a lo sutil; la curiosidad, entonces, encadena señales débiles hasta tejer un camino habitable.
Neurociencia de la chispa que guía
A continuación, la ciencia respalda esa sensación de brújula interna. George Loewenstein (1994) describió la curiosidad como tensión por una brecha de información que nos impulsa a cerrarla. Estudios de fMRI muestran que, cuando sentimos curiosidad, se activa el sistema dopaminérgico y el hipocampo, facilitando el aprendizaje (Kang et al., Psychological Science, 2009). Más aún, la curiosidad potencia la memoria incluso de datos incidentales, al elevar el estado motivacional del cerebro (Gruber et al., Neuron, 2014). En términos del faro, la dopamina funciona como una luz de orientación: destaca qué vale explorar y mantiene el rumbo pese a la oscuridad.
Incertidumbre, error y hallazgos serendípicos
Asimismo, navegar noches desconocidas implica aceptar desvíos. La serendipia favorece a la mente preparada, como recordaba Pasteur (c. 1854): el error deja de ser amenaza y se convierte en señal. En la práctica, la curiosidad reduce la ansiedad ante lo incierto porque ofrece micro-hipótesis que pueden ponerse a prueba sin colapsar el viaje. Incluso en ámbitos volátiles, cultivar preguntas pequeñas genera antifragilidad —la capacidad de mejorar con el desorden—, idea popularizada por Nassim N. Taleb en “Antifrágil” (2012). Así, el faro no solo guía; también recalibra tras cada oleaje.
Hábitos para mantener la luz encendida
Por ello, sostener el faro exige rituales breves y consistentes: anotar una pregunta diaria y buscar un dato que la acerque; caminar sin auriculares para oír la ciudad; leer a saltos cruzando fuentes; hacer “micro-misiones” de 15 minutos. La disciplina cotidiana de Murakami en “De qué hablo cuando hablo de correr” (2007) ilustra esa constancia: pequeñas rutinas consolidan el impulso exploratorio. Además, proteger la atención de distracciones mantiene el brillo estable; la curiosidad madura es paciente, selecciona bien sus noches y acepta límites para no arder de golpe.
Una ética compartida del asombro
Finalmente, el faro de la curiosidad también ilumina a otros. La investigación abierta, el software libre o la ciencia ciudadana demuestran que preguntar juntos multiplica hallazgos y reduce sesgos. Carl Sagan habló de una “vela en la oscuridad” para describir el espíritu crítico (“The Demon-Haunted World”, 1995); la metáfora resuena aquí: humildad para dudar, empatía para escuchar y rigor para verificar. Así volvemos a Murakami: mantener encendido un pequeño faro no es grandilocuente, pero basta para atravesar la noche y, paso a paso, descubrir un amanecer compartido.