Habilidad, motivación y actitud: del potencial a la excelencia
Creado el: 3 de octubre de 2025
La habilidad es lo que eres capaz de hacer. La motivación determina lo que haces. La actitud determina qué tan bien lo haces. — Lou Holtz
Un marco en tres capas
El aforismo de Lou Holtz ordena el desempeño humano en una secuencia clara: capacidad, impulso y calidad. Primero, la habilidad define el rango de acciones posibles; es el repertorio técnico y cognitivo que habilita opciones. Después, la motivación selecciona cuál de esas opciones pasa del plano potencial al real. Por último, la actitud es la lente con la que se ejecuta: determina el estándar, la constancia y el tipo de esfuerzo invertido. Esta arquitectura evita confusiones habituales. No basta con poder; alguien puede dominar cálculo y, aun así, no resolver un problema si le falta impulso. Tampoco basta con querer; sin una disposición adecuada, la ejecución será errática o pobre. Así, el orden de Holtz funciona como brújula práctica: qué puedo, qué elijo, y cómo lo hago.
Del poder al movimiento: la motivación
Si la habilidad es potencia, la motivación es el interruptor que convierte energía en acción. La teoría de la autodeterminación de Deci y Ryan (1985; 2000) muestra que cuando hay autonomía, competencia y vínculo social, la gente inicia y sostiene conductas con mayor vigor. Es decir, elegimos actuar donde sentimos elección, dominio progresivo y pertenencia. Por eso, Holtz afirma que la motivación determina lo que haces: entre muchas cosas que podrías hacer, te orienta hacia una. Un estudiante capaz que no se presenta al examen, o una médica brillante que posterga un proyecto, ilustran cómo el potencial se queda inmóvil sin el combustible correcto. La motivación, entonces, es el puente entre el “puedo” y el “hago”.
La actitud como multiplicador de la calidad
Una vez en marcha, la diferencia la marca la actitud. Carol Dweck, en Mindset (2006), explica que una mentalidad de crecimiento favorece la práctica deliberada y la resiliencia, elevando el nivel de ejecución. Del mismo modo, el optimismo aprendido de Seligman (1990) correlaciona con persistencia ante reveses, un rasgo decisivo cuando la habilidad aún se está afinando. Así, la actitud opera como multiplicador: misma tarea, distinto estándar. Dos programadores con igual pericia producirán calidades divergentes si uno afronta errores como señales de mejora y el otro como amenazas. La frase de Holtz coloca el énfasis final en este punto: no sólo hacer, sino hacerlo bien, depende de la disposición con la que se enfrenta el proceso.
Lecciones del vestuario de Holtz
Desde el deporte, Holtz predicó hábitos que encarnan su triada. En Notre Dame (1986–1996), su cultura combinó competencia técnica, motivos claros y una ética cotidiana resumida en “Do right. Do your best. Treat others as you want to be treated” (Winning Every Day, 1998). No extraña que la temporada perfecta de 1988 culminara en el campeonato nacional: talento había en varios equipos, pero la diferencia fue la ejecución bajo presión. Partidos cerrados se decidieron por detalles de preparación y autocontrol: alineación precisa, foco en la siguiente jugada, cero excusas. La habilidad abrió posibilidades, la motivación encendió la entrega y la actitud protegió la calidad cuando más costaba sostenerla.
Ecos en la empresa y el liderazgo
El mundo organizacional confirma la intuición. Herb Kelleher, de Southwest Airlines, popularizó la máxima “We hire for attitude, train for skill”, asumiendo que la actitud es un predictor clave de servicio y aprendizaje. En paralelo, Jim Collins en Good to Great (2001) describe culturas de disciplina donde la consistencia supera a los golpes de genialidad. La conexión con Holtz es directa: las compañías pueden ampliar habilidades con formación, pero la motivación alineada al propósito y la actitud ante la mejora continua definen la calidad con que se atienden clientes, se resuelven fallas y se innova sin drama.
De la teoría a la práctica cotidiana
Para aplicar la triada, conviene operar en tres frentes encadenados. Primero, clarifica habilidades críticas y practica con retroalimentación concreta; sin materia prima, no hay elección posible. Luego, diseña motivadores: autonomía en cómo ejecutar, metas significativas y pertenencia del equipo (Deci y Ryan, 2000). Finalmente, institucionaliza actitud: rituales de aprendizaje sin culpas, revisión de errores como insumo y estándares explícitos. Por ejemplo, un equipo clínico puede abrir cada turno con dos minutos para anticipar riesgos (pre-mortem; Klein, 2007) y cerrar con una nota de mejora accionable. La habilidad guía el qué, la motivación sostiene el cuándo, y la actitud cuida el cómo, día tras día.