Progreso, cambio y los inevitables guardianes del pasado
Creado el: 11 de octubre de 2025

El progreso es una palabra hermosa. Pero el cambio es su motor. Y el cambio tiene sus enemigos. — Robert F. Kennedy
Del ideal al movimiento
Para empezar, la frase de Robert F. Kennedy distingue entre el encanto del “progreso” y la energía incómoda del “cambio”. El primero seduce porque promete un mañana mejor sin exigir sacrificios hoy; el segundo es su motor real y, por ello, genera fricción. En la turbulenta década de 1960, RFK insistía en que las mejoras palpables —en derechos, oportunidades y condiciones de vida— no emergen de la retórica, sino de decisiones que alteran inercias. Así, cuando el cambio toca intereses, hábitos o identidades, aparecen sus enemigos. Esta tensión, lejos de ser un accidente, es el pulso mismo de la modernización: si el progreso es la brújula, el cambio es la marcha que levanta polvo, hace ruido y, finalmente, deja huella.
Lecciones de la historia
A continuación, la historia confirma esta tensión. Maquiavelo advirtió que “no hay nada más difícil… que introducir un nuevo orden de cosas” porque los beneficiarios del antiguo orden lo combaten (El príncipe, cap. VI). Siglos después, Schumpeter llamó “destrucción creativa” al dinamismo que desplaza industrias para hacer espacio a lo nuevo (Capitalism, Socialism and Democracy, 1942). Un ejemplo elocuente: tras las marchas de Selma, el Voting Rights Act (1965) transformó el acceso al voto en EE. UU., pero enfrentó oposición organizada de quienes temían alterar el equilibrio político. En cada caso, la promesa de progreso vino acompañada de resistencias intensas; sin embargo, cuando el cambio fue sostenido por coaliciones amplias y reglas claras, terminó consolidando avances duraderos.
La psicología de la resistencia
Con todo, la oposición al cambio no surge solo de intereses materiales; también nace de sesgos cognitivos. El sesgo por el statu quo (Samuelson y Zeckhauser, 1988) nos hace preferir lo conocido, mientras la aversión a la pérdida (Kahneman y Tversky, 1979) magnifica lo que podríamos sacrificar frente a lo que podríamos ganar. Además, los cambios cuestionan identidades y rutinas: cuando una organización migra su sistema tecnológico, muchos empleados interpretan la novedad como amenaza a su competencia o autonomía. Comprender estas reacciones permite diseñar transiciones más humanas. Si el progreso necesita del cambio, el cambio necesita empatía: explicar por qué, cómo y para qué, reconociendo miedos legítimos y ofreciendo caminos de adaptación.
Liderazgo para atravesar la oposición
Asimismo, liderar el cambio exige método. Lewin propuso “descongelar–cambiar–recongelar” (1947) para romper inercias, introducir conductas nuevas y estabilizarlas. En la misma línea, Kotter sugiere crear urgencia, construir coaliciones, lograr victorias tempranas y anclar las mejoras en la cultura (Leading Change, 1995). Un caso ilustrativo: cuando hospitales adoptaron listas de verificación de seguridad, las “ganancias rápidas” en reducción de errores facilitaron la aceptación (Atul Gawande, The Checklist Manifesto, 2009). Así, pequeños triunfos visibles reconfiguran expectativas y desactivan resistencias. La lección es clara: el cambio no se impone, se cultiva, y su legitimidad crece cuando la gente percibe beneficios concretos y participación real.
La ética del cambio
Sin embargo, no todo cambio merece el nombre de progreso. La justicia distributiva decide si los costos recaen siempre en los mismos. Las Directrices de la OIT para una “transición justa” (2015) y el Fondo de Transición Justa de la UE (2021) muestran cómo acompañar reconversiones con protección social, formación y nuevos empleos. Este enfoque no solo mitiga daños; convierte adversarios en aliados al compartir riesgos y beneficios. En términos prácticos, diseñar cambios con salvaguardas —desde indemnizaciones hasta programas de reentrenamiento— reduce la ansiedad y fortalece la licencia social para transformar.
Tecnología, regulación y confianza
Por otro lado, las olas tecnológicas requieren gobernanza para que el impulso innovador no erosione derechos. El Reglamento General de Protección de Datos (GDPR, 2018) surgió tras años de recelo hacia la vigilancia comercial, y aunque enfrentó críticas, elevó estándares globales al dar a las personas mayor control sobre su información. En biomedicina, la edición genética con CRISPR (Doudna y Charpentier, 2012) motivó a la OMS a pedir marcos de supervisión y registros transparentes para usos clínicos (recomendaciones de 2019). Estas respuestas no frenan el cambio: lo encauzan, construyendo la confianza que permite adoptarlo a escala.
Medir lo que importa
Por último, progresar implica redefinir qué cuentan nuestras métricas. Amartya Sen propuso evaluar el desarrollo como expansión de capacidades y libertades, no solo de ingresos (Development as Freedom, 1999). Siguiendo esa línea, la Comisión Stiglitz–Sen–Fitoussi (2009) recomendó indicadores de bienestar, sostenibilidad y calidad institucional. Políticas como el Wellbeing Budget de Nueva Zelanda (2019) muestran que, cuando medimos salud mental, cohesión social o clima, redirigimos el cambio hacia resultados valiosos. Así, el progreso deja de ser una palabra hermosa y se vuelve un rumbo verificable.