Cuando la curiosidad abre caminos vedados a la certeza
Creado el: 11 de octubre de 2025
Deja que la curiosidad te lleve adonde la certeza no puede llegar. — Mary Shelley
Curiosidad versus certeza
Para empezar, la frase de Mary Shelley contrapone dos fuerzas: la curiosidad, motor de exploración, y la certeza, ancla de seguridad. La certeza da orden, pero delimita; la curiosidad, en cambio, traza rutas hacia lo desconocido, donde las preguntas importan más que las respuestas. En este sentido, Shelley sugiere que el progreso humano nace cuando aceptamos cruzar fronteras que la convicción absoluta no ve —o directamente prohíbe. Así, la frase no desprecia el conocimiento; más bien, lo dinamiza, recordándonos que toda verdad viva se renueva al contacto con nuevas dudas.
Villa Diodati y el origen de Frankenstein
A continuación, el contexto vital de Shelley ilumina su idea. En el verano sin sol de 1816, en la Villa Diodati, Byron propuso un reto de historias de fantasmas; de ahí brotó Frankenstein; or, The Modern Prometheus (1818). Inspirada por debates sobre galvanismo y por referencias a experimentos de ‘Dr. Darwin’ en la Introducción de la obra, Shelley convirtió la curiosidad científica en trama narrativa. Pero ese impulso lleva coste: Víctor Frankenstein, seguro de su dominio, no ve lo que su certeza le oculta —la responsabilidad hacia su criatura. Así, desde su génesis literaria, la curiosidad aparece como fuerza creadora que exige juicio y cuidado.
La ciencia progresa en la incertidumbre
En el terreno científico, la historia confirma la tesis. Johannes Kepler, al abandonar los círculos perfectos de la cosmología heredada, descubrió órbitas elípticas en Astronomia Nova (1609); fue la duda, no la fidelidad al canon, la que le abrió el camino. De modo semejante, Charles Darwin, tras su viaje en el Beagle, cuestionó la fijeza de las especies y publicó On the Origin of Species (1859), transformando biología y sociedad. Estas rupturas no negaron la certeza: la reubicaron, sometiéndola a evidencia y a mejores preguntas. Así, la curiosidad actúa como palanca que desplaza el horizonte de lo posible.
Saber que no sabemos
Desde la filosofía, la curiosidad también funda método. Sócrates, en la Apología de Platón (c. 399 a. C.), convierte el reconocimiento de la ignorancia en punto de partida: saber que no se sabe para poder indagar. Siglos después, Karl Popper formalizó esa actitud en The Logic of Scientific Discovery (1934): no buscamos verificar certezas, sino someterlas a falsación. Incluso enfoques bayesianos actuales asumen la incertidumbre como información utilizable. Por ello, la curiosidad no desordena: organiza la búsqueda donde la certeza inmóvil se agota, y mantiene abierto el diálogo entre lo que creemos y lo que el mundo nos devuelve.
El riesgo ético del descubrimiento
No obstante, Shelley no romantiza el impulso sin freno: su novela es advertencia. Cuando la curiosidad ignora límites éticos, la promesa de creación deviene abandono. La historia moderna ofrece un eco inquietante: en Trinity (1945), J. Robert Oppenheimer recordó el Bhagavad Gita —'me he convertido en la Muerte'— al ver detonar la primera bomba. La certeza técnica había llegado; la comprensión moral iba detrás. Por eso, ir adonde la certeza no llega exige también llevar compañeras: prudencia, responsabilidad y cuidado, para que el conocimiento ampliado no reduzca nuestra humanidad.
Cómo practicar una curiosidad responsable
Por último, convertir la frase en práctica implica hábitos concretos. Formule preguntas que reformulen problemas —¿qué pasaría si…?—, diseñe experimentos de bajo riesgo y documente hipótesis y hallazgos en un cuaderno. Asimismo, cruce fronteras intelectuales: leer fuera de su campo produce combinaciones insospechadas, como muestran innovaciones serendípicas tipo los Post-it, nacidos de un adhesivo 'fallido' en 3M (c. 1968–1974). Así, paso a paso, la curiosidad abre sendas nuevas mientras la certeza, puesta a prueba, deja de ser dogma para volverse brújula: una orientación provisional que nos acompaña, sin impedirnos avanzar.