El riesgo real: temer a las ideas antiguas
Creado el: 31 de agosto de 2025

No entiendo por qué la gente le tiene miedo a las ideas nuevas. A mí me asustan las antiguas. — John Cage
El vértigo de la costumbre
Cage invierte la pregunta habitual: no es lo nuevo lo que debería helarnos la sangre, sino lo viejo que se vuelve invisible. Las ideas antiguas acumulan prestigio, se mimetizan con “lo normal” y, por eso mismo, dejan de ser examinadas. Con el tiempo, su autoridad se confunde con verdad. Así, la costumbre ofrece refugio psicológico, pero también adormece la atención y estrecha el horizonte de lo posible. De ahí que asustarse de las ideas antiguas no sea un gesto de irreverencia, sino de lucidez: señala el punto en que los hábitos nos poseen. Si lo ya establecido ya no se ve ni se escucha, quizá haya dejado de servir para comprender el presente.
Cage y el arte de volver a escuchar
El ejemplo más célebre de Cage, 4'33'' (1952), no propone silencio absoluto, sino reencuadre: el oyente descubre el murmullo del mundo como música. La obra escandalizó porque deshabitúa el oído; revela cuánta rigidez había en la idea antigua de “obra” y “sonido”. Influido por el zen y el azar del I Ching, Cage desconfió de los automatismos que dictaban qué debía considerarse arte. En consecuencia, su temor a lo antiguo es el temor a la anestesia perceptiva. Cambiar el marco produce incomodidad, sí, pero también ensancha la atención. Lo nuevo, en esta perspectiva, no es una extravagancia: es un método para recuperar la frescura del escuchar.
Psicología del miedo a lo nuevo
La mente privilegia la continuidad: el sesgo por el statu quo y la aversión a la incertidumbre, estudiados por Daniel Kahneman (Thinking, Fast and Slow, 2011), vuelven costosa cualquier novedad. Además, la disonancia cognitiva (Festinger, 1957) lleva a defender creencias heredadas para evitar malestar interno. Así, lo antiguo calma porque reduce riesgo percibido; pero esa calma puede ser engañosa. Justo por eso, la inversión de Cage es terapéutica: invita a sospechar de lo que nos resulta demasiado confortable. Si lo familiar nunca nos incomoda, tal vez no estemos pensando, sino repitiendo. Lo nuevo, bien ensayado, funciona como antídoto contra la complacencia.
Rupturas fecundas en la historia
La novedad suele entrar con ruido. El estreno de La consagración de la primavera (Stravinski, 1913) desató tumultos; pocos años después, su lenguaje rítmico renovó el siglo. De modo similar, Galileo fue condenado en 1633 por sostener un cosmos heliocéntrico cuya evidencia terminaría reordenando la ciencia. Incluso en el conocimiento mismo, Thomas S. Kuhn mostró en La estructura de las revoluciones científicas (1962) cómo los paradigmas dominantes resisten hasta que las anomalías los vuelven insostenibles. En cada caso, la alarma inicial ante lo nuevo encubre un aprendizaje profundo: al cambiar el marco, cambia lo que puede verse. El miedo se disipa cuando surgen nuevas capacidades de comprensión y acción.
Cuando lo antiguo sí es peligro
La medicina practicó sangrías durante siglos pese a su daño; Ignác Semmelweis demostró en 1847 que lavarse las manos salvaba vidas, pero su idea fue despreciada por ir contra la costumbre. Del mismo modo, políticas y prejuicios “de toda la vida” sostuvieron segregaciones y exclusiones con ropaje de sentido común. Lo antiguo no es malo por viejo, pero puede volverse tóxico por inercia. Por eso, la pregunta no es cuán nueva es una idea, sino qué efectos produce. Temamos, como sugiere Cage, a lo que se perpetúa sin examen, porque ahí anida el verdadero riesgo: la irresponsabilidad de seguir igual.
Tradición viva y experimentación responsable
La salida no es demoler todo, sino ventilarlo. Gustav Mahler lo resumió en una frase atribuida: “La tradición es transmitir el fuego, no adorar las cenizas”. La tradición viva dialoga con la prueba y el error: prototipos, revisiones por pares y ensayos controlados permiten que lo nuevo se mida sin destruir lo valioso. Así, la valentía de Cage se traduce en práctica: escuchar de nuevo, someter lo heredado a contraste y conservar lo que arde con sentido. Entre el dogma y la ocurrencia hay un camino fértil: el de la vigilancia atenta, donde la novedad ilumina y lo antiguo se justifica por su vigor, no por su antigüedad.