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Oración y acción: responsabilidad y confianza radical

Creado el: 1 de septiembre de 2025

Ora como si todo dependiera de Dios. Trabaja como si todo dependiera de ti. — Ignacio de Loyola
Ora como si todo dependiera de Dios. Trabaja como si todo dependiera de ti. — Ignacio de Loyola

Ora como si todo dependiera de Dios. Trabaja como si todo dependiera de ti. — Ignacio de Loyola

Una paradoja fecunda

Para comenzar, la sentencia de Ignacio de Loyola sostiene una tensión productiva: actuar con máxima diligencia mientras se reconoce que el resultado último no depende de uno mismo. No es un juego de suma cero entre fe y esfuerzo, sino una coreografía donde la confianza en Dios y la responsabilidad personal se potencian. Orar no sustituye al trabajo; más bien clarifica el motivo, purifica la intención y orienta la energía hacia el bien posible. Trabajar, a su vez, no neutraliza la fe; la vuelve concreta, visible, verificable en el servicio cotidiano. Así, la paradoja evita dos reduccionismos: la inacción disfrazada de espiritualidad y el voluntarismo agotador. El equilibrio se parece a respirar: inhalar (pedir y recibir) y exhalar (hacer y ofrecer). En esa cadencia, la libertad se ejercita sin caer en autosuficiencia y la fe madura sin convertirse en evasión.

Gracia y libertad en tensión creativa

En este marco, la tradición ignaciana habla de cooperación entre gracia y libertad. Los Ejercicios espirituales (1548) proponen “buscar y hallar la voluntad de Dios” en todas las cosas, lo cual exige poner medios concretos —informarse, deliberar, planificar— y a la vez aceptar que el fruto excede el cálculo humano. El lema jesuita ad maiorem Dei gloriam no sustituye la responsabilidad; la orienta hacia un fin más amplio que el éxito personal. Teológicamente, esta visión evita el determinismo (todo ya estaría decidido) y el pelagianismo (todo dependería exclusivamente de mí). Esa “tensión creativa” habilita decisiones prudentes: hago todo lo que está de mi parte —con excelencia y cuidado— y entrego los resultados a quien no controlo. El resultado no es pasividad, sino libertad para actuar sin miedo a la incertidumbre.

Del lema al método ignaciano

A partir de ahí, Ignacio convierte la máxima en método. Prácticas como el Examen diario, la revisión orante de la jornada, integran oración y acción: se disciernen movimientos interiores, se agradecen aciertos y se corrigen rumbos concretos. De este modo emerge el ideal del contemplativus in actione, contemplativo en la acción, que percibe a Dios en el aula, el hospital, el laboratorio o la empresa. En la toma de decisiones, los Ejercicios proponen tiempos de consolación y desolación, reglas para sentir con la Iglesia y medios prácticos como listas de pros y contras. No es espiritualismo etéreo; es una pedagogía de la voluntad que ordena afectos y compromete recursos. La oración no clausura la deliberación; la vuelve lúcida y honesta, preparando manos y mente para el trabajo responsable.

Ejemplos de la historia jesuita

Históricamente, esta síntesis se volvió visible en misiones y ciencias. Matteo Ricci, en China (c. 1601), combinó estudio profundo de la lengua y los clásicos confucianos con una vida de oración, mostrando respeto intelectual y servicio cultural. En Europa, Christophorus Clavius ayudó a la reforma del calendario gregoriano (1582), testimonio de trabajo riguroso sostenido por una visión creyente. Cartas jesuitas del siglo XVI y XVII narran colegios, observatorios y hospitales donde la fe inspiró excelencia profesional. La red educativa de la Compañía, desde los Ratio Studiorum (1599), mostró que rezar no exime de aprender lógica, retórica o matemáticas; al contrario, alimenta la búsqueda de verdad con disciplina. En todas estas historias, la oración no fue un paréntesis del mundo, sino su motor silencioso: se pedía luz y, luego, se estudiaba, servía y construía sin descanso.

Aplicaciones para el trabajo de hoy

Hoy, la máxima dialoga con prácticas modernas. Un breve Examen de cinco minutos al iniciar y cerrar la jornada alinea prioridades con valores, reduce distracciones y previene el activismo vacío. Planificar por sprints, hacer un premortem y, al final, entregar los resultados —aceptando límites— disminuye la ansiedad de control. En psicología, un locus de control interno saludable (Rotter, 1966) se asocia con proactividad; combinado con aceptación de lo incontrolable, evita el desgaste. Además, orar por las personas impactadas por nuestro trabajo reorienta métricas: ya no se trata solo de plazos, sino de bien común. La fórmula ignaciana traduce esto en hábitos: 1) pedir claridad, 2) actuar con excelencia, 3) revisar y aprender, 4) soltar el resultado. Paradojalmente, quien suelta mejor suele perseverar más y con mayor calidad.

Evitando extremos: ni quietismo ni autosuficiencia

Finalmente, la frase de Ignacio vacuna contra dos extremos. El quietismo —condenado en el caso de Miguel de Molinos (1687)— delega toda iniciativa y termina en parálisis espiritual. La autosuficiencia, por su parte, absolutiza la voluntad y se quiebra ante el límite, generando cinismo o burnout. La vía ignaciana propone humildad operativa: hacer lo que toca con todo el corazón y aceptar que no todo toca a uno. Incluso la atribución popular de la sentencia —a veces ligada a Agustín— recuerda que la sabiduría cristiana ha intuido esta dialéctica desde antiguo. Así, la oración alimenta la esperanza y el trabajo encarna la caridad. Cuando ambas se abrazan, surge una vida eficaz y, a la vez, libre: responsable en los medios, confiada en el fin.