Hacer propio el espacio, vivir lo imaginado
Creado el: 6 de septiembre de 2025

Haz tuyo el espacio que te han dado y llénalo de la vida que imaginas — Simone de Beauvoir
Existir es apropiarse del lugar
El llamado de Simone de Beauvoir invita a convertir las circunstancias dadas en proyecto. Desde el existencialismo, la libertad no es abstracta: se ejercita al dotar de sentido lo que nos rodea. En El segundo sexo (1949), Beauvoir muestra cómo los roles asignados clausuran posibilidades, y cómo el sujeto se hace a sí mismo al trascenderlos. “Hacer tuyo” un espacio no significa poseerlo, sino interpretarlo, nombrarlo y habitarlo con intención, hasta que devenga extensión de la propia agencia. Así, el espacio deja de ser un contenedor neutro para volverse una trama de decisiones. Esta reorientación aterriza la libertad en lo cotidiano y, al mismo tiempo, abre la pregunta por esos ámbitos concretos —hogar, estudio, calle— donde la vida que imaginamos puede anclar. Desde aquí, pasamos del sujeto a la esfera en la que históricamente se ha disputado esa apropiación: la domesticidad.
Feminismo y domesticidad reimaginada
Si el hogar fue durante siglos territorio de confinamiento, también puede ser laboratorio de emancipación. Virginia Woolf en A Room of One’s Own (1929) defendió la necesidad de una habitación propia y recursos para crear; Beauvoir añadió que “no se nace mujer: se llega a serlo”, subrayando que las identidades se hacen dentro de estructuras materiales. Llenar de vida imaginada un cuarto implica redistribuir tareas de cuidado, redefinir tiempos y reordenar objetos para que la creatividad no quede relegada a los márgenes. De pronto, la mesa se vuelve escritorio, el pasillo remanso de lectura y la cocina un espacio de corresponsabilidad. Estas microdecisiones desactivan jerarquías invisibles y recuperan potencia en lo cercano. Con esta base, la imaginación ya no es evasión, sino método práctico para rediseñar usos y posibilidades; conviene entonces explorar cómo ese método dialoga con el diseño y la ciudad.
La imaginación como método de diseño
Imaginar es prototipar futuros. En urbanismo, Jane Jacobs, en The Death and Life of Great American Cities (1961), mostró que la vitalidad surge cuando los habitantes reprograman la calle con usos diversos. En arquitectura, Lina Bo Bardi transformó una antigua fábrica en el SESC Pompéia (1982), convirtiendo muros industriales en plazas vivas mediante rampas, vacíos y mobiliario común. Ambos casos revelan que imaginar no es fantasear: es organizar flujos, cuerpos y símbolos para que ocurra una vida deseada. Esta práctica comienza a pequeña escala —muebles, luz, colores— y escala en redes vecinales, andamiajes culturales y políticas públicas. De ahí que el paso de lo íntimo a lo colectivo no sea salto, sino continuidad: la misma lógica que reconfigura una sala puede reencantar una cuadra. Sigamos, entonces, hacia los espacios urbanos donde estas intuiciones toman forma en el movimiento de muchas manos.
De lo íntimo a lo urbano
La ciudad ofrece escenarios elásticos para “llenar de vida lo imaginado”. La Ciclovía de Bogotá (desde 1974) reescribe la calle cada domingo y revela que el asfalto también puede ser salón de baile y parque lineal. En Barcelona, las superilles reordenan tráfico y crean salas de estar al aire libre donde antes había ruido y prisa. Incluso intervenciones ligeras —huertos comunitarios, parklets, ferias barriales— devuelven a la gente la facultad de narrar su entorno. Con cada uso, el espacio aprende nuevos verbos: pasear, jugar, conversar, cuidar. Sin embargo, estas apropiaciones no emergen en vacío; chocan con normas, presupuestos y desigualdades que distribuyen de forma desigual quién puede imaginar y materializar. Por ello, el siguiente paso es reconocer las fuerzas que moldean el mapa social del espacio y cómo negociarlas sin renunciar al impulso creativo que las originó.
Limitaciones, poder y desigualdad espacial
Henri Lefebvre en La producción del espacio (1974) afirmó que el espacio es un producto social: lo diseñan también leyes, mercados y hábitos. Pierre Bourdieu llamó habitus a esas disposiciones que nos hacen “natural” cierto uso del lugar; Kimberlé Crenshaw (1989) mostró cómo la interseccionalidad expone barreras diferenciadas por género, raza o clase. No todas las personas pueden “hacer suyo” un sitio con igual facilidad: contratos precarios, vigilancia o riesgo de desalojo restringen la imaginación. Por eso, la apropiación requiere negociación colectiva, lectura crítica de reglas y alianzas que amplíen márgenes de acción. Reconocer el entramado de poder no apaga el deseo; lo vuelve estratégico. Con ese realismo esperanzado, podemos mirar las pequeñas prácticas que, sin grandes presupuestos, reorientan dinámicas y abren resquicios por donde se cuela la vida imaginada.
Pequeñas prácticas que cambian el mapa
Una vecina convierte el rellano en jardín con macetas compartidas y una estantería de intercambio de libros; de pronto, el edificio dialoga. Un aula define un “rincón de calma” y baja el ruido; un chat de comunidad adopta pautas claras de cuidado y florecen conversaciones. Son gestos mínimos que, repetidos, alteran hábitos. En el trabajo, mover mesas a islas cooperativas o fijar horas sin reuniones protege el tiempo creativo. En lo digital, redactar una carta de convivencia y moderar con transparencia vuelve el foro habitable. Estas acciones no imponen; invitan y muestran beneficios tangibles. Al propagarse, tejen pertenencia y confianza, condiciones para proyectos más ambiciosos. Para que no se desvíen, hace falta una brújula ética que asegure que lo propio no desplace a otros, tema al que ahora nos dirigimos.
Ética del cuidado en la apropiación
Hacer propio un espacio sin cuidado puede devenir imposición o gentrificación. Elinor Ostrom, en Governing the Commons (1990), documentó reglas comunitarias que permiten gestionar recursos compartidos sin depredarlos: límites claros, acuerdos, vigilancia recíproca y resolución de conflictos. Trasladadas al barrio o a la red, estas pautas anclan la imaginación en justicia. Co-crear con quienes ya habitan, compartir beneficios y medir impactos evita que la vida soñada de unos sea la pérdida de otros. Así, la apropiación se vuelve práctica relacional, no conquista. En ese horizonte, la frase de Beauvoir se actualiza: llenar de vida lo que nos dan es un proceso sostenido de escucha, ensayo y cuidado. No es un acto único, sino un hábito que, a fuerza de pequeñas victorias colectivas, convierte el espacio entregado en un territorio verdaderamente vivido.