Nombrar el miedo y cruzar su puente
Creado el: 17 de septiembre de 2025

Ponle nombre a tu miedo, luego cruza el puente que custodia. — Simone de Beauvoir
El poder de poner nombre
Para empezar, nombrar es delimitar: cuando el miedo tiene nombre, deja de ser una neblina y adquiere contornos. Al definirlo —pérdida, rechazo, fracaso, finitud— podemos medirlo y, por tanto, orientarnos frente a él. Los antiguos daban nombre a los vientos para navegar; del mismo modo, el lenguaje nos da un timón. Así, la frase invita a un primer gesto de lucidez: convertir una amenaza difusa en un objeto discernible. En ese acto se filtra ya una pequeña porción de libertad.
Una clave existencialista
A continuación, la imagen del puente resuena con la ética existencial de Simone de Beauvoir: la libertad no es un estado, sino un ejercicio situado. En La ética de la ambigüedad (1947) muestra que se vive en tensión entre incertidumbre y compromiso; cruzar el puente equivale a asumir esa ambigüedad sin escudarnos en la mala fe. Y en El segundo sexo (1949) contrapone inmanencia y trascendencia: quedarse en la orilla es permanecer en lo dado; atravesar, en cambio, es abrirse a un proyecto propio. El miedo custodia el umbral, pero no para prohibirlo, sino para poner a prueba la decisión.
Etiquetar emociones y calmar el sistema
Además, la psicología ofrece un respaldo empírico al acto de nombrar. Poner sentimientos en palabras reduce la reactividad de la amígdala y activa redes prefrontales de regulación (Lieberman et al., Psychological Science, 2007). Es decir, la etiqueta no trivializa la emoción; la vuelve manejable. Prácticas como la escritura expresiva también muestran beneficios en salud y claridad narrativa (Pennebaker, 1997). Así, al identificar con precisión “temo ser juzgado” en vez de “me siento mal”, se abre un pasaje cognitivo para diseñar la travesía: del síntoma a la acción, del rumor interno a la ruta externa.
Puentes y guardianes en nuestros relatos
Por otra parte, el símbolo del guardián en el puente aparece en mitos y epopeyas como figura de umbral. Joseph Campbell, en El héroe de las mil caras (1949), llama a estos obstáculos “guardianes del umbral”: no solo bloquean, también confieren legitimidad al paso. En los cuentos, el héroe dialoga, responde acertijos o ofrece un tributo; en la vida, ese tributo suele ser la honestidad respecto de lo que tememos. Visto así, el miedo no es enemigo absoluto, sino consejero severo: si lo escuchamos y lo nombramos, revela qué habilidad, cuidado o valentía requiere el cruce.
De la comprensión al cruce concreto
A partir de ahí, cruzar implica diseñar pasos. La exposición gradual —ensayada y ética— demuestra eficacia para atravesar temores sin colapsar (Wolpe, 1958). Se trata de dividir el puente en tablones: un primer correo, una conversación breve, una presentación acotada. En paralelo, la intención paradójica de Viktor Frankl propone mirar de frente la anticipación ansiosa y desactivar su tiranía (Frankl, 1946). Así, nombramos el miedo, pactamos un primer cruce viable, ejecutamos, registramos lo aprendido y ajustamos. Cada pequeño avance reescribe el relato: del guardián invencible a un compañero exigente que respeta la perseverancia.
El cruce como gesto ético y colectivo
Finalmente, hay puentes que no son solo personales. Cuando activistas marcharon sobre el puente Edmund Pettus en Selma (1965), el miedo tuvo nombre —represión— y rostro; los guardianes eran reales. Sin embargo, al cruzar, transformaron el umbral en un espacio de derecho. Del mismo modo, quien alza la voz en el trabajo ante una injusticia recorre un puente que otros también transitarán. Así, la consigna no invita a temer menos, sino a temer mejor: reconocer el miedo, aceptar su advertencia y, con otros cuando sea necesario, atravesar hacia la vida que se elige.