Bailar mientras la tormenta escribe su historia
Creado el: 21 de septiembre de 2025

Cuando la tormenta escriba su historia en el cielo, añade una línea sobre cómo bailaste — Haruki Murakami
La tormenta como lienzo del destino
La imagen inicial convierte el cielo en página viva: la tormenta «escribe» su propia crónica con relámpagos y estruendos. Sin embargo, el imperativo de añadir una línea sobre cómo bailaste introduce una contranarrativa: no basta con soportar el relato del clima, también podemos intervenir en él. Así, desde el primer gesto, el yo no se limita a ser testigo; se vuelve coautor. Y al pasar de la contemplación al movimiento, el sujeto transforma la intemperie en escenario, haciendo del cuerpo una pluma que deja rastro.
Murakami y las tormentas interiores
En la obra de Haruki Murakami, la tormenta rara vez es solo meteorológica; suele ser un clima del alma. En Kafka en la orilla (2002) aparece la célebre reflexión: «Y cuando pase la tormenta, no sabrás ni cómo lo lograste… No será la misma que vino del exterior, la tormenta eres tú». Ese pasaje dialoga con la invitación a bailar: si la tormenta es interna, el baile es una forma de ordenar el caos. No sorprende que en Baila, baila, baila (1988) el movimiento sea insistencia vital; y que en Después del terremoto (1999) la sacudida colectiva revele fisuras íntimas que los personajes afrontan creando ritmos propios.
Escribir bailando: agencia y estilo
Añadir una línea no es solo «decidir»; es decidir cómo. El baile simboliza estilo frente a la adversidad: convierte la supervivencia en forma. De este modo, el gesto se emparenta con la libertad interior de la que habla Viktor E. Frankl en El hombre en busca de sentido (1946): cuando no podemos cambiar el viento, elegimos la actitud que le damos a la vela. Así, la línea que agregamos no borra la tormenta, pero sí modula su lectura, introduciendo compás, ironía o gracia donde antes solo había ruido.
El cuerpo como memoria resistente
Bailar no es metáfora vacía: es una tecnología somática de resistencia. Antonio Damasio (Descartes’ Error, 1994) mostró cómo las marcas corporales guían nuestras decisiones; al movernos, reescribimos esas huellas con ritmos más habitables. En la misma línea, Bessel van der Kolk (The Body Keeps the Score, 2014) describe cómo el cuerpo registra trauma y cómo el movimiento puede regular el sistema nervioso. Así, el baile se vuelve gramática corporal: cada paso restituye agencia, creando una sintaxis de calma en medio del estrépito. De ahí que la línea añadida no sea solo narrativa: también fisiología que recuerda un modo de estar en pie.
Comunidad, testigos y eco narrativo
Toda línea escrita en el cielo busca lectores. Cuando alguien danza bajo el aguacero, otros observan y aprenden que la intemperie no agota las posibilidades. La resiliencia, definida por Ann Masten como «magia ordinaria» (2001), florece precisamente en esos gestos cotidianos que se vuelven contagiosos. Además, la memoria colectiva se compone de microhistorias: el relato de un baile compartido puede convertir un episodio de miedo en rito de pertenencia. Por eso, la línea personal, al ser contada, deja de ser solo tuya y pasa a ser un recurso comunitario.
Rituales para danzar bajo la lluvia
Para que la invitación no quede en metáfora, convienen prácticas simples que anclen el compás: elegir una canción breve como amuleto, marcar tres respiraciones profundas antes de responder al caos, o dar un paseo corto para mover la historia del cuerpo. Murakami lo sugiere con otra disciplina rítmica: su diario de corredor en De qué hablo cuando hablo de correr (2007) muestra cómo la repetición crea sentido. Así, cuando la próxima tormenta escriba su relato, ya tendrás un léxico de pasos; y al añadir tu línea, no solo contarás que sobreviviste, sino cómo hiciste de la intemperie una coreografía.