El éxito es elevar, no pasar por encima

Mide el éxito por la cantidad de manos que ayudas a levantar, no por cuántos pasas por encima. — Frederick Douglass
Una medida distinta del éxito
La exhortación de Douglass invierte la brújula habitual del logro: en lugar de celebrar a quien llega primero, invita a ponderar a quien no deja a nadie atrás. Así, el éxito deja de ser una carrera solitaria para convertirse en una obra colectiva. En su Narrative of the Life of Frederick Douglass (1845), la emancipación personal aparece entrelazada con la dignidad compartida: su libertad cobra sentido pleno cuando se traduce en caminos abiertos para otros. De este modo, la vara mide manos levantadas, no cuerpos vencidos; y, en consecuencia, la ambición encuentra su propósito en la elevación ajena. A partir de aquí, conviene mirar el trasfondo histórico que alimenta esta ética.
Raíces históricas y solidarias
En el movimiento abolicionista, redes como el Underground Railroad mostraron que ningún avance era puramente individual. Douglass lo subrayó al denunciar la hipocresía cívica en “What to the Slave Is the Fourth of July?” (1852), donde la libertad proclamada exigía traducirse en libertad compartida. Incluso su periódico The North Star (1847) proclamaba: “Right is of no sex—Truth is of no color… we are all Brethren”, condensando una visión moral de pertenencia común. Esta genealogía de ayuda mutua no fue sentimentalismo, sino estrategia eficaz contra la injusticia. Con ese suelo, el llamado a medir de otro modo se vuelve también una propuesta de liderazgo.
Liderazgo que sirve y eleva
El enfoque de Douglass se alinea con el liderazgo servicial descrito por Robert K. Greenleaf (1970): liderar es, primero, cuidar que otros crezcan. En términos culturales, resuena con la ética ubuntu—“yo soy porque nosotros somos”—que convierte el poder en una plataforma de multiplicación, no de dominación. Así, el líder exitoso se reconoce por las carreras impulsadas, las voces amplificadas y los puentes construidos. Este tránsito desde el heroísmo individual al impacto compartido invita a preguntar si tal enfoque es, además de noble, efectivo; la evidencia empírica sugiere que sí.
Evidencia de que ayudar funciona
Robert D. Putnam, en Bowling Alone (2000), documentó cómo el capital social—confianza y cooperación—predice mejores resultados cívicos y económicos. En el ámbito organizacional, una meta‑análisis muestra que las conductas de ciudadanía (ayuda más allá del rol) elevan el desempeño de las unidades (Podsakoff et al., Journal of Applied Psychology, 2009). Incluso a nivel individual, Adam Grant en Give and Take (2013) halló que los “givers” estratégicos alcanzan resultados superiores al cultivar redes de reciprocidad. Convergente, el Harvard Study of Adult Development ha vinculado relaciones sólidas con bienestar y longevidad. Si ayudar produce resiliencia, la comunidad es el siguiente laboratorio de esta lógica.
Comunidades y diseño institucional
Elinor Ostrom demostró en Governing the Commons (1990) que las comunidades prosperan cuando diseñan reglas que alinean beneficio propio y bien común—mecanismos de monitoreo, sanciones graduales y deliberación local. En América Latina, la minga andina o el tequio oaxaqueño muestran que el trabajo compartido crea infraestructura y confianza que perduran. Incluso experiencias cooperativas como Mondragón (fundada en 1956) revelan que repartir riesgos y frutos fortalece la adaptabilidad. Este tejido de ayuda mutua no es filantropía ocasional, sino arquitectura de progreso. No obstante, para valorar su contraste, conviene observar los costos de “pasar por encima”.
Los costos de pisar a otros
El enfoque de suma cero degrada la confianza, activo crítico en mercados y democracias. Escándalos corporativos como el caso de cuentas falsas en Wells Fargo (2016) evidencian que los atajos competitivos rinden ganancias efímeras y pérdidas reputacionales profundas. En paralelo, el Edelman Trust Barometer 2023 muestra cómo la percepción de injusticia erosiona la licencia social para operar. Cuando el éxito se construye sobre daños ajenos, las relaciones se vuelven litigios y la innovación se asfixia por la desconfianza. Por eso, si queremos medir distinto, necesitamos instrumentos y hábitos que vuelvan visible lo que realmente importa.
Métricas y hábitos para elevar
Trasladar la idea a la práctica implica registrar el número de personas mentoreadas y promovidas, brechas salariales cerradas, proveedores locales incorporados, y proyectos comunitarios codiseñados—no solo ingresos. Modelos como el 1‑1‑1 de Salesforce (tiempo, producto y capital para causas sociales) ilustran cómo institucionalizar la ayuda. A escala personal, adoptar “horas de oficina” para otros, compartir crédito en público y documentar aprendizajes transferidos convierte la cooperación en rutina. Así, las metas financieras coexisten con indicadores de equidad y tejido social, cerrando el círculo: donde el éxito se mide por manos levantadas, la prosperidad se vuelve duradera y compartida.