Del deseo a la acción: voluntad que transforma

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Lo más importante en la vida es dejar de decir 'ojalá' y empezar a decir 'lo haré.' — Anna Quindlen

Del “ojalá” al compromiso

Para comenzar, la frase de Anna Quindlen traza un pasaje decisivo: del refugio cómodo de la esperanza al terreno exigente de la responsabilidad. Decir “ojalá” desplaza la fuerza hacia lo externo; en cambio, “lo haré” devuelve el timón a nuestras manos. Esa mudanza lingüística no es menor: redefine quién conduce la historia que vivimos. En esa línea, la psicología del control sugiere que un locus interno se asocia con mayor iniciativa y perseverancia (J. Rotter, 1966). Al pronunciar “lo haré” asumimos agencia y, con ella, la posibilidad de fallar y aprender. Así, el verbo no solo promete; inaugura el compromiso.

Psicología de la intención y la acción

Ahora bien, querer no basta. Existe una brecha entre intención y comportamiento que muchos experimentan al procrastinar. Peter Gollwitzer mostró que las “intenciones de implementación” —planes del tipo “si X, entonces haré Y”— aumentan la ejecución efectiva (1999). “Lo haré” se vuelve entonces “lo haré a las 7, en el parque, 30 minutos”. A esta precisión se suma la gestión de la fricción: reducir obstáculos y aumentar señales facilita el paso a la acción (Piers Steel, The Procrastination Equation, 2007). De este modo, la declaración se vuelve logística, y la voluntad, método.

Lengua, cultura y poder de las palabras

A continuación, el matiz cultural ilumina el cambio. “Ojalá” proviene de in shā’ Allāh (“si Dios quiere”), herencia árabe que sugiere contingencia. No es una mala palabra; simplemente no nombra decisión. En contraste, “lo haré” es un acto de habla que compromete al hablante con un futuro concreto. J. L. Austin mostró cómo ciertos enunciados “hacen cosas” al ser dichos (How to Do Things with Words, 1962). Así, el lenguaje no describe solamente la realidad: la inaugura. Elegir “lo haré” es levantar un andamiaje verbal sobre el que la acción puede sostenerse.

Anecdotas que reescriben la jornada

Además, en lo cotidiano el giro produce efectos visibles. Una gerente cambia “ojalá entreguemos” por “el miércoles a las 15 lo entregamos” y distribuye tareas con responsables y plazos; el equipo acelera porque la meta dejó de ser deseo y se volvió agenda. Del mismo modo, un estudiante pasa de “ojalá apruebe” a “haré tres bloques de estudio de 25 minutos hoy”; la nota sube porque primero subieron los actos. Estas microhistorias confirman algo simple: cuando el verbo se compromete, el entorno se organiza en torno a él. Y, por arrastre, la esperanza encuentra un cauce.

Herramientas para pasar del decir al hacer

En la práctica, el “lo haré” gana tracción con cuatro apoyos: definir qué-cuándo-dónde (Gollwitzer, 1999); fraccionar en pasos ridículos para vencer la inercia (BJ Fogg, Tiny Habits, 2019); crear precompromisos y rendición de cuentas públicas, aprovechando nuestra necesidad de coherencia (R. Cialdini, 1984); y apilar hábitos sobre rutinas existentes para reducir esfuerzo de arranque. Complementariamente, la mentalidad de crecimiento refuerza la constancia: los errores pasan de amenaza a información (Carol Dweck, 2006). Así, el “lo haré” se convierte en “lo haré, aprenderé, ajustaré y continuaré”.

Ética y sostenibilidad del hacer

Por último, actuar no equivale a agitarse sin norte. La acción valiosa se alinea con principios, protege la salud y respeta a otros. Los estoicos recomendaron distinguir lo controlable de lo incontrolable para enfocar la energía (Epicteto, Enchiridion). Decir “lo haré” no es dominar el mundo, sino responder con integridad a lo que sí depende de nosotros. Cuando el verbo se orienta por valores, el hacer deja huella sin quemar a su autor. Entonces la esperanza no desaparece: se vuelve compañera de ruta. Y el futuro, en vez de espectador, nos encuentra en marcha.