De la metáfora se desprende una ética cotidiana: planear con flexibilidad, amar sin aferrarse y cultivar hábitos que resistan los vaivenes. Heráclito resumía que todo fluye, y Eclesiastés enumera tiempos para cada cosa; Su Shi agrega el tacto afectivo para habitar esos intervalos. Así, el trabajo se concibe por temporadas, las relaciones aceptan pausas y retornos, y el cuidado personal se convierte en constancia que acompasa picos y valles. Finalmente, la serenidad no anula el deseo; lo orienta. Al reconocer la circularidad, dejamos de exigir finales perfectos y comenzamos a buscar transiciones cuidadas. La luna vuelve a llenarse, sí, pero no para quedarse: brilla lo suficiente para que aprendamos el paso y, cuando mengüe, podamos continuar, sabiendo que el reencuentro también forma parte del ciclo. [...]