Finalmente, asumir que el hacer es recompensa invita a rediseñar prácticas. En el trabajo, enfocar métricas de proceso (hábitos, iteraciones, entregas parciales) sostiene el ánimo cuando los resultados dependen de terceros. En educación, portafolios y rúbricas que valoran borradores, revisión por pares y reflexión metacognitiva convierten el trayecto en aprendizaje capitalizable. En lo creativo, ciclos cortos de prototipado y publicación temprana mantienen vivo el sentido del acto. Incluso al gestionar equipos, reconocer públicamente acciones concretas —no solo éxitos finales— fortalece la motivación intrínseca. Así, sin negar metas ni recompensas, se cultiva un ecosistema donde la integridad del proceso es central: haberlo hecho deja huella, crea capacidad y, como sugiere Du Bois, ya compensa. [...]