Finalmente, de la tensión entre ambos versos emerge una ética sobria: asumir que la fama pasa y cultivar lo que permanece compartible. La memoria de los héroes no se salva con bronce, sino renovando gestos que unan —un mensaje bajo la luna, una lectura común, un brindis a la distancia. Así, aunque el río borre los nombres, la luz compartida preserva lo esencial: la posibilidad de acompañarnos. De este modo, el flujo y el resplandor dejan de contradecirse y se vuelven, juntos, una forma de consuelo. [...]