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Acoger el miedo y saber despedirlo

Creado el: 18 de septiembre de 2025

Trata al miedo como a un vecino: salúdalo, aprende de él y luego cierra la puerta — Simone de Beauvo
Trata al miedo como a un vecino: salúdalo, aprende de él y luego cierra la puerta — Simone de Beauvoir

Trata al miedo como a un vecino: salúdalo, aprende de él y luego cierra la puerta — Simone de Beauvoir

Un vecino, no un intruso

Al tratar al miedo como a un vecino, Beauvoir sugiere cortesía sin intimidad forzada: lo reconoces, pero no le das las llaves. Saludarlo desactiva la fantasía de peligro absoluto y abre un margen para mirar qué trae. Aprender de él implica preguntarse qué valores custodia: cuidado, prudencia, deseo de pertenecer. Sin embargo, como con cualquier vecino, una visita útil no debe convertirse en ocupación permanente; por eso, después de escuchar, se cierra la puerta.

La ética de la ambigüedad

Desde esta imagen cotidiana pasamos a su trasfondo existencial: la libertad se ejerce en la ambigüedad, nunca sin riesgo. En La ética de la ambigüedad (1947), Beauvoir describe cómo el miedo aparece cuando elegimos y, sin garantías, nos comprometemos. Asimismo, El segundo sexo (1949) muestra cómo los temores sociales encogen el mundo de acción de las mujeres. Saludar el miedo, entonces, es asumirlo como dato de la condición humana; aprender de él es convertirlo en lucidez; cerrarle la puerta es impedir que usurpe la soberanía de nuestros actos.

Lo que dice el cerebro del miedo

Con esta base ética, conviene entender el mecanismo: la amígdala dispara alarmas rápidas; la corteza prefrontal puede reevaluar y calmar. Joseph LeDoux, en The Emotional Brain (1996), explica estos circuitos ‘rápidos y lentos’ que nos permiten sentir antes de pensar y, luego, pensar sobre lo sentido. Nombrar el miedo activa la red de control y reduce su intensidad; por eso el saludo importa. La curiosidad —¿qué amenaza percibe?— abre la puerta al aprendizaje sin que la alarma se eternice.

Aprender sin quedar atrapados

Sabiendo cómo funciona, el consejo de ‘aprende de él’ toma forma práctica. La terapia cognitivo-conductual propone exposición gradual y reencuadre de pensamientos (A. T. Beck, Cognitive Therapy and the Emotional Disorders, 1976). Un diario breve —tres columnas: situación, miedo, información útil— separa señal de ruido. Además, pequeñas pruebas de realidad (llamada difícil, envío de un borrador) convierten el miedo en maestro de prioridades: revela lo que valoras y lo que necesitas entrenar. Así, la visita se vuelve lección y no ocupación.

Cerrar la puerta: límites sanos

Después de aprender, toca ‘cerrar la puerta’: límites que protegen la atención. El tiempo acotado para preocuparse —15 minutos al día— evita rumiaciones; una dieta de noticias reduce gatillos innecesarios. Prácticas de presencia como la atención plena ayudan a soltar lo ya procesado (Jon Kabat-Zinn, Full Catastrophe Living, 1990). Incluso un gesto físico —escribir el temor, doblar el papel y guardarlo— ritualiza el cierre. No negamos al vecino; simplemente dejamos de hospedarle en el sofá mental.

Del individuo a lo colectivo

Por último, lo personal es político, como recordó Beauvoir: los miedos colectivos pueden ser administrados o explotados. Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo (1951), describe cómo el miedo difuso favorece la obediencia; ya Hobbes en Leviatán (1651) veía en el temor al caos un motor de autoridad. Saludar estos miedos implica informarse y deliberar; aprender significa identificar quién se beneficia de amplificarlos; cerrar la puerta es negarse a vivir en estado de alarma permanente. Así, la vecindad del miedo no domina el barrio.