Cerrar los ojos para ver: dibujar cantando
Para dibujar debes cerrar los ojos y cantar. — Pablo Picasso
Intuición antes que visión literal
Comenzando por la metáfora, “cerrar los ojos” sugiere suspender la mirada evaluadora para dar paso a una visión interna; “cantar” introduce ritmo, aliento y emoción como brújula. Picasso invita a reemplazar la copia óptica por la escucha de impulsos profundos. No es casual: su ruptura con la representación académica —visible desde “Les Demoiselles d’Avignon” (1907)— ya proponía que ver puede significar recomponer el mundo con estructuras internas. Así, la frase no rechaza la realidad; la reorganiza desde la experiencia íntima, donde la mano sigue a una música que no proviene del objeto, sino de la sensibilidad. De este modo, dibujar se vuelve un acto de sintonía: menos espejo, más eco.
Cruce de sentidos y sinestesia
A continuación, el “cantar” activa un cruce de sentidos que muchos artistas exploraron. Kandinsky, en “De lo espiritual en el arte” (1911), vincula timbres y colores, proponiendo que ciertas armonías suscitan formas específicas; Scriabin soñó con pianos de luz. La ciencia ha descrito la sinestesia —asociaciones estables entre estímulos— como un fenómeno real (Richard Cytowic, “Synesthesia: A Union of the Senses”, 2002). Aunque la mayoría no sea sinestésica, podemos simular ese puente: al tararear, los cambios de tempo y altura se traducen en presión, curvatura y velocidad del trazo. Así, el dibujo deja de depender solo del ojo y se alimenta de vibraciones audibles que organizan el gesto en frases visuales.
Flujo, foco interno y hallazgos
Además, cerrar los ojos favorece estados de concentración expandida. La psicología del flujo de Mihaly Csikszentmihalyi (“Flow”, 1990) describe una absorción en la tarea donde el juicio se silencia y la acción parece autoorientarse. En clave neurocognitiva, Kounios y Beeman mostraron que el insight se facilita cuando disminuye la atención externa y emergen patrones de actividad asociados a preparación interna (“The Eureka Factor”, 2015). Al reducir estímulos visuales, aumentan las imágenes mentales y el cuerpo encuentra ritmos propios. En ese umbral, la línea no “ilustra” lo que se ve; descubre lo que se intuye. Por eso la consigna de Picasso funciona como llave: apaga el ruido del mundo para oír la melodía del trazo.
Técnica al servicio del abandono
Sin embargo, el abandono expresivo necesita cimientos. El “dibujo a ciegas” de contorno —popularizado por Kimon Nicolaïdes en “The Natural Way to Draw” (1941)— entrena la mano a obedecer la atención táctil y la continuidad del borde, no la corrección inmediata. Paul Klee proponía “una línea es un punto que salió a pasear” (Pädagogisches Skizzenbuch, 1925), recordándonos que la línea tiene vida propia. La paradoja es fértil: practicamos con rigor para poder olvidarlo en el momento justo. Así, técnica y riesgo no se excluyen; se intercalan. Primero se calibra el instrumento; luego se lo deja cantar. Cuando el oficio sostiene el impulso, la improvisación deja de ser azar puro y se convierte en decisión sensible.
Ritmo, gesto y cuerpo
Asimismo, cantar involucra respiración, pulso y postura: variables que moldean el gesto. El dibujo gestual transforma ese compás corporal en energía de la línea. Merleau-Ponty, en “Fenomenología de la percepción” (1945), subrayó que conocemos el mundo tanto con el cuerpo como con la mirada; el trazo encarna esa inteligencia kinestésica. De manera análoga, la improvisación de “Kind of Blue” (Miles Davis, 1959) muestra cómo un marco rítmico simple libera inflexiones infinitas. Trasladado al papel, una cadencia discreta estabiliza la mano y abre matices expresivos. Así, cantar no es adorno: es metrónomo íntimo. El ritmo regula la presión, el silencio entre notas sugiere espacio, y el fraseo deviene composición.
Ejercicios concretos para el estudio
En la práctica, prueba esta secuencia: 1) Cierra los ojos 60 segundos y tararea un tono estable; nota el pulso respiratorio. 2) Sin abrirlos, traza una línea continua durante 3 minutos, variando grosor con la altura del tarareo. 3) Abre los ojos y superpone observación atenta, buscando diálogo, no corrección. 4) Alterna ciclos de 2–3 minutos de “cantar a ciegas” y 2–3 de observación. 5) Usa música a 60–80 BPM como andamiaje. 6) Anota sensaciones antes de evaluar forma. Luego, refina con anatomía, perspectiva y valor tonal. Como mostró Betty Edwards en “Drawing on the Right Side of the Brain” (1979), ciertos ejercicios ayudan a silenciar la verbalización temprana; el juicio puede esperar a la edición.
Una ética de la mirada interior
Por último, la máxima de Picasso sugiere una ética de atención: mirar hacia adentro para devolver al afuera algo más verdadero que la copia. Rilke aconsejaba en “Cartas a un joven poeta” (1903) guardar fidelidad a la vida interior antes de exhibirla; aquí, el canto es ese pacto íntimo. Cuando la línea brota de una escucha profunda, el dibujo deja de ser resultado y se vuelve ceremonia: un encuentro entre ritmo, cuerpo y mundo. Entonces, cerrar los ojos no es huir de la realidad, sino afinar el oído para verla mejor. Y al abrirlos, el papel aún vibra: lo que se canta se ve.