Más allá de la forma: sentido interior del arte

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La finalidad del arte es representar no la apariencia exterior de las cosas, sino su significado interior. — Aristóteles

Mímesis y significado en Aristóteles

Para empezar, Aristóteles sostiene que el arte no copia superficies; busca la verdad de lo humano. En la Poética (c. 335 a. C.) define la mímesis como un modo de conocimiento: al ordenar acciones, la obra revela lo universal que subyace a casos particulares. Por eso la apariencia exterior importa menos que la trama significativa de los hechos y los afectos que convoca. Asimismo, la catarsis —la purificación de temor y compasión— no es un adorno, sino comprensión encarnada. Cuando una obra nos sacude, entendemos algo del destino, la elección o la culpa que ninguna descripción literal agotaría. Ese es el 'significado interior' que la cita señala.

Del recelo platónico a la rehabilitación

Sin embargo, esta defensa se alza frente al recelo platónico. En la República X (c. 375 a. C.), Platón acusa al arte de imitar apariencias ya alejadas de las Formas; el poeta estaría, pues, tres veces distante de la verdad. Frente a ello, Aristóteles gira la discusión: el poeta no repite lo visto, sino que muestra lo que podría suceder según verosimilitud o necesidad (Poética 1451a-b). De este modo, el arte no degrada la verdad, la condensa. La mímesis se vuelve hipótesis sobre lo humano, capaz de iluminar motivos, fines y consecuencias que la observación desnuda no organiza.

La tragedia como vía al universal

Desde ahí, la tragedia ofrece el ejemplo clásico. En Edipo Rey de Sófocles, los hechos exteriores —parricidio, incesto, peste— son menos decisivos que la obstinada búsqueda de verdad y los límites del saber. La inversión del destino, la anagnórisis y la hybris delinean un mapa interior de responsabilidad y ceguera. Por eso, cuando emergen compasión y temor, se produce catarsis (Poética 1453b): no vemos solo una historia singular, sino el patrón universal de la condición humana. La apariencia es vehículo; el significado es la estructura de la acción comprendida.

Pinceles que dicen más que lo visible

Siglos después, los pinceles ampliaron esa apuesta. Goya, en Los desastres de la guerra (1810–1815), desborda el registro documental: sus estampas concentran la crueldad en gestos y encuadres que hacen ver lo que la mirada cotidiana rehúye. Del mismo modo, Guernica de Picasso (1937) sacrifica la anatomía realista para articular el grito colectivo del bombardeo. A la vez, Van Gogh en La noche estrellada (1889) transforma el cielo en remolinos de agitación interior. En todos los casos, la desviación de la apariencia no es capricho; es precisión expresiva al servicio de un sentido más hondo.

Abstracción y lo espiritual en el arte

En esa línea, la abstracción llevó el argumento al extremo. Kandinsky, en De lo espiritual en el arte (1911), sostiene que color y forma afectan directamente la vida anímica, sin necesidad de objeto. Rothko, décadas después, convierte campos de color en umbrales de silencio y vértigo; muchos espectadores describen lágrimas ante lienzos 'vacíos'. Al renunciar a la figura, estas obras no abandonan la verdad; la destilan. Lo interior se vuelve ritmo, saturación y escala, como si la pintura hablara en la gramática de las emociones antes que en la de las cosas.

Signos, cámara y verdad performativa

Finalmente, los medios de signos y cámara complejizan la tarea. Barthes, en La cámara lúcida (1980), distingue un punctum que hiere y abre sentidos más allá del studium visible. Kiarostami, con Close-Up (1990), mezcla documental y ficción para alcanzar la verdad ética del deseo de ser otro. Y en El espejo (1975), Tarkovski convierte la memoria en forma, donde lo verdadero no coincide con lo literal. Esta búsqueda de significado interior, sin embargo, exige responsabilidad: la intensificación expresiva puede caer en manipulación o propaganda. Justo por eso la brújula aristotélica sigue vigente: representar no lo aparente, sino lo necesario y verosímil que nos concierne.