Ventanas abiertas: nuevos propósitos y luz salvaje

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Abre tu vida como una ventana—deja entrar nuevos propósitos y luz salvaje. — Thich Nhat Hanh

La ventana interior

Para comenzar, la imagen de abrir la vida como una ventana nos invita a practicar una atención que ventila el polvo de la inercia. Al permitir que entren “nuevos propósitos y luz salvaje”, Thich Nhat Hanh sugiere una apertura radical: no se trata de acumular tareas, sino de dejar que la realidad fresca penetre la habitación de nuestros hábitos. En La paz está en cada paso (1992), insiste en “respirar y sonreír” para despejar el aire interior. Así, la ventana no es un adorno; es una práctica. Abrirla significa concederle paso a lo que no controlamos, mientras observamos con suavidad lo que ya somos. Desde esa claridad, la vida deja de ser un pasillo estrecho y se ensancha en un balcón donde la presencia escucha primero y decide después.

Propósitos que nacen del silencio

A partir de esa apertura, los propósitos se revelan más que se fuerzan. En El milagro de la atención plena (1975), Thich Nhat Hanh escribe: “Cuando laves los platos, lava los platos”. La instrucción parece mínima, pero reordena prioridades: el propósito surge cuando la mente deja de correr tras la próxima meta y habita, sin prisa, la acción presente. De ese silencio brotan propósitos livianos y precisos, como si el mundo susurrara qué necesita de nosotros. En vez de un listado ansioso, emerge un compromiso sereno. Y, al igual que una corriente de aire, estos propósitos se renuevan; si la experiencia cambia, el rumbo también. La constancia ya no es rigidez, sino compás.

Luz salvaje como maestra

Asimismo, la “luz salvaje” recuerda que la vida no es enteramente domesticable. Es la claridad que llega de lo inesperado: la risa de un niño en la calle, el reflejo del sol en una ventana vecina, la lluvia que desordena planes y limpia la mirada. En Plum Village, Hanh convertía cada campanada en invitación a detenerse y recibir esa luz sin juzgarla, práctica conocida como la “campana de la plena conciencia”. La naturaleza enseña aquí su gramática: la claridad no siempre es suave; a veces irrumpe y nos descoloca. Sin embargo, incluso la ciencia de los ritmos biológicos confirma que la luz matinal alinea cuerpo y ánimo, recordándonos que el mundo externo puede recalibrar el interno. Acoger lo indómito nutre la creatividad y nos devuelve el coraje de mirar de nuevo.

Rituales para dejar entrar

En la práctica cotidiana, abrir la ventana se vuelve un conjunto de gestos concretos. Comienza con tres respiraciones conscientes al oír un sonido del entorno —un mensaje, un motor, una puerta— y transforma ese instante en campana interior. Luego, formula una intención breve para el día: “Hoy caminaré sin prisa hasta la esquina”. La intención es vela; la atención, viento. Sigue con acciones sencillas: abre literalmente una ventana al amanecer, permite que la luz toque tu rostro y da un paseo de diez minutos sintiendo cada paso. Por la tarde, escribe una línea sobre lo que la “luz salvaje” te mostró: un detalle, una duda, una idea. Con pequeñas puertas abiertas, la casa de la mente se airea sin perder el calor.

Apertura con discernimiento

Por otro lado, abrir no equivale a dejar todo sin marco. Como una ventana necesita bisagras, la conciencia requiere límites porosos. Thich Nhat Hanh hablaba de “compasión firme”: decir sí a la vida sin renunciar al cuidado propio. En Interser (1987), su ética de la interdependencia sugiere escuchar con hondura, pero también honrar la propia capacidad de decir “basta”. Así, la luz que entra se filtra. No todo lo imprevisto es nutritivo y no todo propósito es para ahora. El discernimiento decide el caudal: si la ráfaga es muy fuerte, se entorna; si el aire está viciado, se ventila más. La apertura deja de ser ingenuidad y se vuelve arte de ajuste fino.

Del yo al nosotros

Finalmente, una vida ventilada no se queda en la esfera privada. Hanh llamó a esto budismo comprometido, articulado en Vietnam: Lotus in a Sea of Fire (1967), donde la paz interior alimenta la acción lúcida. Cuando la ventana personal se abre, también se abren pasillos hacia el cuidado del barrio, la escuela, la tierra. Así, los nuevos propósitos encuentran su cauce en lo común: escuchar a un vecino, proteger un árbol, simplificar un proceso en el trabajo para aliviar cargas. La luz salvaje, antes sorpresa íntima, se vuelve faro compartido. De este modo, la cadena se completa: atención, propósito, acción y regreso a la quietud, como una casa que respira con el mundo.