Si el lenguaje es casa del Ser, el habitar humano conlleva una responsabilidad: custodiar la claridad del decir. La Carta sobre el humanismo (1947) sugiere que el ethos —la morada— se funda en una escucha capaz de recibir sin violentar. De ahí una ética sobria: nombrar sin manipular, preguntar sin clausurar, dejar hablar a las cosas y a los otros. En la vida común, esto se traduce en prácticas de conversación, traducción y silencio fecundo. Así, el círculo se cierra: al cuidar la casa del lenguaje, no solo pensamos mejor; también hacemos habitable el mundo. [...]