Finalmente, cuando el escritor ordena su oscuridad, la comparte y la vuelve espejo. El lector, al reconocerse, participa en el mismo apaciguamiento: la experiencia ya no es soledad sino puente. En ese tránsito, se forma una comunidad imaginada de sensibilidad compartida (Benedict Anderson, 1983), donde las historias nos permiten metabolizar lo que nos excede. Así, escribir no solo detiene a los demonios del autor; también enseña a los demás a negociar con los suyos. [...]