De todo lo anterior se desprende una ética sencilla: escribir la propia historia implica aprender un oficio del vivir. Elegir una palabra, ofrecer ayuda, armar un huerto o fundar un proyecto son modos equivalentes de afirmar autoría. Vivir para contarla (2002) convierte esa idea en autobiografía: la memoria no solo recuerda, también compone. Por eso, antes que implorar momentos, conviene forjarlos. Solo así las manos que cuentan y las manos que construyen se vuelven las mismas, y el relato deja huella en el mundo que lo sostiene. [...]